Aquel que son, 2005




Aquel que son


A mi lado quien siempre estuvo, transfigurado, duplicado, siempre. Quien da luz en tierras lejanas vírgenes sin himen prestas a pulir la piedra en cristal. Quien en tierras cercanas ya no busca, solo espera y se intuye, y se sabe, ya no espera, escribe. Quienes son aquel, me acompaña y me devuelve. A ti. Quienes son aquel guarda mis pisadas, construye una almohada. Me dice duerme, sueña, “la vida no es de verdad”. Ahora, abre los ojos, o piensa que lo haces, más bien hazlo simplemente; no distingas el plano. Extiende tu mirada hasta lo indistinguible. Ahí deja de ser. Camina tal que tu cuerpo fuese prestado. Notarás que todos están aquí y ahora.

¿Qué fue lo que sentí? La vida ya ha ocurrido en cada instante. Punto, precisión y escasez no dan espacio más que al límite de los días, a partir de ahora simplemente lo que son. La unidad-tiempo. Tiempo-uno solo que no es a partir de ahora sino Palabra Vaciada, sólo acontecimientos en un bloque indiviso sin dimensión ni dirección, ni antes ni después todo ocurre. El instante de mi muerte ya ocurrió, yo acabo de ocurrir. Ocurro sin embargo de mí.

¿Fue esto lo que sentí? Aquel que son me ha liberado. Ahora todo puede ser vida. Porque todas las palabras están vacías. La escritura es como la idea del tiempo. Produce estratos y horizontes y una breve sensación de irreversibilidad. La historia, artificio de la voluntad, está ocupada por el malentendido. Mi historia, a partir de ahora, esta ocupada por el vacío.

El vacío de las palabras, riesgo que da a la luz algo de sentido mientras la noche y el día se acomodan, y a los actos toda su emancipación y su adolescencia. La palabra es un cuenco.

Al escribir, las palabras precedentes escriben nuevos encadenamientos, veo todo el texto en transformación por el rabillo de la mirada mientras trazo estas precarias relaciones. Tras mío, el texto hace su vida. Pero yo, hombre, habito el límite de lo vivo y lo perceptible. Cada vez que miro por sobre mi hombro, el texto se vuelve espejo de sal. Así también la vida. Ambos, texto y hombre, sabemos que todo es humor. El texto se viste del circo de la tierra. Y todos necesitamos los unos de los otros. Nada, nada, existe por si solo.

El milagro, cargado de deseo, quiere transformar el agua en vino, el vino en leche, la leche en sangre, la sangre en polvo de estrellas, las estrellas en un gran telón agujereado. Luego nosotros también brillamos, somos el agujero por donde la luz pasa alumbrando rostros en la noche de las palabras. Cada rostro es un cuenco lleno de luz. Cuenco-agujero atravesado por el juego de los espejos-palabras. Luz-Láctea que pide ser bebida, transfigurada por la palabra. El cuenco vuelve todo bebida. En el cuenco el agujero contiene. Quien quiera ver el rostro en la palabra y transformarla en sangre, leche, vino, agua, no pretenda ser nada de esto. La palabra marca el tiempo de la espera, nada más.

La fotografía recortada de un lugar ya demolido que no conocí se adhiere a mi vida como los recuerdos de un replicante. Sin haber habitado aquella esquina, me raspo el costado con su canto. Un poema sin autor. Que el rostro se mantenga oculto sólo depende de mí. Palabras flotantes marcadas con agua, traídas por un viento-aliento, suave, que recoge papeles en la calle y los cuelga a sus ramas mientras cruza acantilados y pasillos. Llega a mi ventana y, voz espectral, del otro lado de un auricular de partículas de luz y unidades de medición, me trae mensajes. ¿Qué sabe? Sabe, como Aquel que son, que la vida no es de verdad. Sabe que la casa es la tierra. Sabe que un circulo no se recorre igual dos veces, que el punto de partida es una mariposa nocturna posada en un muro-papel blanco que la luz de la escritura estimula a emprender el vuelo y a extraviar irrisorias las pretendidas referencias. Todos lo sabemos, la escritura-luz encandila al punto-mariposa, que abandona el papel y desea la muerte blanca, de calor a-dimensional, que la muerte blanca es el reverso de la mariposa, su identidad en busca de identidad, que al fin y al cabo, la escritura es vida y es muerte y las esquinas se multiplican en sinusoides y no hay una ventana igual a la otra ventana que habita dentro del mismo marco, ni un solo rasgo de similitud entre un lugar y este mismo, después de haber dado la vuelta al circulo-manzana, incluso después de haber dado la vuelta al uno-mismo.

Porque el centro no tiene situación. El centro no sabe que existe. Si lo supiese, que vale decir si se enterase, cual condena, se arrojaría a la superficie del mundo estriándolo hasta que el aire no cupiese, en busca de Centro, palabra vacía perpetrada, para asfixiarla y desaparecerla en un movimiento tal que podría arrastrar la vida consigo. ¿Quién me ha puesto nombre, quién ha ofendido mi existencia ubicua e inmanente? ¿Quién me ha hecho hablar, dolor mas allá de lo que la palabra dolor puede contener, quién me ha dado límites y en el acto me los ha quitado, quién me ha hecho caer en esta vergüenza, yo que no existo, yo que no soy, yo que no tengo nombre, quién me ha inventado y con ello me ha atrapado en lo que apenas, apenas, me describe, quien me ha despertado, ahora que soy, a todo lo que no-soy? El centro no es el centro. “Mi nombre es…, ese no es mi verdadero nombre”. Centro-palabra-vacía-perdida.

¿Qué sabe, entonces, la palabra? Sabe que desea algo que ojalá nunca se le revele transparente.


Publicado en Absinthe Nº2 Diciembre 2005

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